La Ley de Extranjería mata y antes desgasta nuestra salud mental

La Ley de Extranjería mata y antes desgasta nuestra salud mental

La salud fue sin duda el tema que marcó el año 2020. La pandemia ocasionada por el brote de la Covid 19 lo puso de lleno en la agenda mediática y política provocando debates con distintos enfoques y capas de profundidad.

La capacidad de los sistemas nacionales de salud para hacer frente a tal situación después de décadas de recortes y desinversiones a causa de políticas neoliberales. El frágil equilibrio entre la responsabilidad colectiva y la garantía de derechos y libertades en un contexto de escalada del control social. El conflicto capital-vida plasmado en las medidas de protección del lucro de las empresas frente a la protección de la salud y la garantía de las necesidades básicas de las personas.

Con la crisis sanitaria hemos visto claramente como los sectores que resultaron ser esenciales eran aquellos con condiciones laborales más precarias y con elevada participación de personas migrantes. El riesgo de contagio fue y sigue siendo muy acusado para este colectivo al estar en contacto directo con el virus en el ámbito de los cuidados y también por la falta de medidas de protección. Todes[1] vimos la situación indigna en la que viven los trabajadores temporeros, sin acceso a agua ni a un techo en medio de la pandemia. Muchas tuvimos conocimiento de las denuncias de vulneraciones de derechos realizadas por las asociaciones de empleadas del hogar y de los cuidados o de trabajadoras sexuales.

La mezcla entre segmentación laboral y desprotección hizo que se volviera a hablar de la salud (y de las exclusiones para acceder a la atención sanitaria) entre la población migrante. Desde el Real Decreto 16/2012, que retiró ese derecho a las personas en situación irregular (y que no acabó de ser restaurado por el contra decreto del PSOE del 2018, pese a ser anunciado a bombo y platillo) no se había vuelto a poner el foco en nuestras condiciones de salud.

Así, en el contexto pandémico, por un lado escuchamos los discursos neofascistas que señalan los peligros de contagio que suponen las personas llegadas desde la frontera de sur o que sobreviven en campamentos miserables. En su línea, piden incrementar el control, el aislamiento, la segregación. Por el otro, vemos cómo la izquierda y ONG’s bien intencionadas hablan de los factores de riesgo por razones laborales, sociales o habitacionales. No obstante, cuando tratan de desmontar mitos y abordar la relación entre salud y migración, siguen a cristalizar una narrativa utilitarista. Justificar que las personas migrantes, por su juventud y buenas condiciones de salud, apenas emplean el sistema sanitario. Desde esa narrativa somos cuerpos saludables. Llegamos con capacidad para trabajar y producir.

En ambos abordajes de salud siempre se está apelando a la dimensión biofisiológica. Por lo general poco se habla de la salud mental de quien migra y de cómo esta se ve agravada en el actual contexto de incertidumbre y de crisis sobrepuestas (económica, social, de cuidados, ambiental) que impactan directamente en los sectores de población más vulnerabilizados.

El hecho de migrar por sí sólo ya nos fragiliza[2]. Sin querer homogeneizar y seguir reproduciendo la lógica patologizante eurocéntrica y patriarcal que subyace a categorías diagnósticas como la llamada “Síndrome de Ulises”, hay un componente común en las experiencias migratorias. Dejar atrás un proyecto de vida, una subjetividad y la piel que la envuelve (la cultura en la que te criaste, la historia que otorga significado al presente individual y comunitario en el que te insieres, los valores sociales, familiares y personales) para ir en la búsqueda de otro incierto, impreciso. Construido en base a expectativas e imaginarios que la mayor parte de las veces tiene poco que ver con la realidad. Asumir el peso de la “decisión” y las responsabilidades que esta acarrea.

¿Cuanta libertad de elección hay si la realidad de partida es de precariedad vital, falta de oportunidades y de realización personal y profesional, de abandono, violencias, encorsetamiento de quién eres y de cómo y con qué te relacionas? ¿Cómo se mitiga la culpa al sentir que tomaste una “decisión” equivocada y de la que cada día es más difícil deshacerse y volver atrás?

Procesos emocionales que se entrelazan con el estrés que supone adaptarse y salir adelante en una sociedad que te niega e inferioriza constantemente. Que pone en tela de juicio la idoneidad de tu presencia en ese territorio o que la asocia a la rentabilidad y a la utilidad. Pero por encima de todo, que te persigue. Fátima Masoud Salazar[3] señala que las personas racializadas y migrantes tienen mas posibilidades de ser “víctimas de la psiquiatrización y de todas las instituciones coercitivas del Estado”.

Uno de los mayores factores de estrés y malestar psíquico es la Ley de Extranjería y otros instrumentos legales represivos que se amparan en la lógica colonial racista y patriarcal española. Tener que esperar tres años para poder acceder a un permiso de trabajo y por tanto no tener mas posibilidad de sostenerse que en la economía informal, precisar reunir requisitos exigentes incluso para gente autóctona una vez completados estos tres años, vivir con el miedo a una identificación y a una posible deportación, todo esto erosiona la salud emocional. Instala a muchas personas en una vivencia de estrés, miedo, angustia, desesperanza y tristeza.

El anterior, agarrado al supremacismo eurobranco y a todo su marco de valores y construcciones simbólicas, desgarra la autoestima de las personas migrantes. Comienzan a dudar de su valor, de sus saberes, de sí mismas y de su poder como agentes de cambio, como sujetas, sujetes y sujetos políticos. Pasan a habitar la espera y a interiorizar el cuento neoliberal que culpabiliza a las personas de sus fracasos, cuando de hecho estamos hablando de un fracaso sistémico o tal vez del éxito de un proyecto civilizatorio que busca eliminar o someter la existencia de quienes sobran según su lógica macabra. En todo caso, podemos ver cómo se fractura el sentimiento colectivo y se ahogan las posibilidades de crear un nosotres, una potencia de cambio. Una trama en la que poder resignificar las experiencias, comprender colectivamente lo que nos sucede, nutrir el sentido de pertenencia, activar la memoria larga (cómo dirían las hermanas de Abya Yala[4]) y reforzar los potenciales para la transformación de las vivencias y de la realidad personal y social.

Para llegar ahí en muchas ocasiones es necesario trabajar en paralelo con los traumas experimentados durante la travesía o durante el período en el que se lleva habitando este territorio. ¿Quién se hace cargo de las pérdidas, de los abusos, de las humillaciones, de los dolores que portan esos cuerpos? ¿Quién se responsabiliza de escucharlas y de reparar esas heridas?.

En el caso de las personas asignadas como mujeres al nacer el impacto es aún mayor debido a la  conocida interacción entre género y salud mental. Por lo general las mujeres tienen una peor calidad de vida y salud mental que los hombres. Los roles de género rígidos, las responsabilidades solapadas de cuidados, el mayor nivel de violencia al que están expuestas, la invisibilidad y el aislamiento, y por tanto la menor posibilidad de tejer redes de solidaridad, todos estos factores agravan el padecimiento psíquico de las mujeres migradas. Sí se trata de mujeres racializadas el malestar tenderá a ser aún mas acusado. Algunos de estos factores de riesgo, además de otros de carácter específico, pueden permear también las vivencias de las personas con identidades de género disidentes, repercutiendo sobre su salud mental.

Por todo el anterior, considero que urge poner el foco en la salud psíquica de las personas migrantes. Reconocer que somos mucho más que ese imaginario de sujetes saludables, que apenas acudimos al centro de salud y que estamos disponibles para generar dividendos para el capital. La explotación, invisibilización y negación se van filtrando y paulatinamente nos enferman, consumiendo nuestra vitalidad, confianza, ilusiones. Secuestra nuestra capacidad de soñar y de activarnos para cambiar una realidad que no nos tiene en cuenta.

Es fundamental que comencemos a idear formas de acompañamiento psicosocial y emocional. Eso nos concierne a todo el tejido social que se posiciona en la lucha antirracista y contra las fronteras. Precisamos dejar de ignorar la dimensión psíquica. Siempre llama más la atención atender de las necesidades básicas, pero la salud mental también lo es.

Desde ahí se hace necesario seguir reivindicando la atención sanitaria como un derecho universal que debe ser concretado en unos servicios públicos dignos, de calidad, bien dotados y que puedan dar respuesta las necesidades de la población. De toda la población, también de las personas migradas y/o racializadas.

Sin embargo, en cuanto damos curso a esa reivindicación, urge explorar alternativas auto gestionadas desde los colectivos de base. Precisamos que los malestares, los duelos, los conflictos y los traumas se aborden con una perspectiva de comprensión sistémica y de sensibilidad cultural, de apoyo social y de buen trato. Precisamos desarrollar un marco de acompañamiento psicosocial antirracista, antipatriarcal y emancipador. Que fortalezca identidades y urda una trama vincular que sustente procesos de cambio estructural, desmontando narrativas, relaciones y estructuras de poder.

Mucho hemos gritado que la Ley de Extranjería, y todo el marco legislativo y político represivo racista y colonial, mata. Lo cierto es que antes de llegar a extremos, la necropolítica desgasta nuestra salud mental y aún más de las personas que se encuentran en situación de irregularidad administrativa o son solicitantes de protección internacional. El limbo en el que las coloca el actual marco jurídico, y el malestar psíquico que deriva de esa situación, se puede llegar a vivenciar como una suerte de muerte en vida.

Frente a la estrategia del dolor y el desarraigo, precisamos tejer urdimbres antirracistas y feministas. Redes de apoyo social y emocional tejidas con hilos de escucha, empatía, compañía, confianza, ternura, horizontalidad, reparación y empoderamiento colectivo para transformar de raíz nuestras vidas y a este sistema opresor.

 


[1]Este texto está redactado en lenguaje inclusivo. Tratamos de adoptar fórmulas que incluyan las identidades disidentes del binarismo de género pues, como bien sabemos como feministas, lo que no se nombra parece no existir.

[2]De hecho, el autor Nabil Sayed-Ahmad lo considera como un “acontecimiento vital estresante” que constituye un factor de riesgo. Sayed-Ahmad Beiruti, N. (2010). Experiencia de migración y salud mental. Hacia un nuevo modelo de salud. En L. Melero (Coord.), La persona más allá de la migración (pp. 259-292). Valencia: Ceimigra.

[3]https://madinamerica-hispanohablante.org/racismo-y-salud-mental-fatima-masoud-salazar/

[4]Término empleado por el pueblo Kuna (Panamá y norte de Colombia) para nombrar el continente que a partir de la conquista colonial quedó conocido cómo América. Es reivindicado por los feminismos decoloniales en una apuesta por renombrar y reafirmar política y epistemológicamente la autonomía de estos territorios y de los pueblos que lo habitan.